Pude haber sido farero
pero me faltó la luz.
Pude haber sido marinero
pero me faltó la mar.
Pude haber sido ola
pero me faltó la espuma.
Pude haber sido cielo
pero me faltó el azul.
Pude haber sido,
simplemente, yo
pero me faltaste tú.
Prométeme
que no vas a llorar el día que me muera
y que no vas a reír el día que resucite
(aunque no creamos en la resurrección):
no es bueno esperar al final
para la risa ni para el llanto.
Prométeme
que la próxima vez
que digas te quiero vas a saber
lo que estás diciendo y que si no lo dices
es porque no lo sientes, no
porque tengas miedo.
Prométeme
que te vas a cuidar
y que has aprendido que tú eres
lo mejor de ti
(aunque suene a panfleto de autoayuda).
Prométeme
que no (te) mientes y que sabes
cumplir con tus promesas.
No como yo -y como el viejo tango-
que no creo ni en mí mismo
y nunca (me) prometo nada.
Los mejores poemas son
los únicos honestos, los que no
se escriben porque esconden
sentimientos que no se desvelan:
lo que se piensa pero no se muestra
por miedo a la herida
-propia o ajena-, por miedo
a una verdad
que se prefiere de momento oculta.
Porque a veces el daño
espera agazapado en la palabra
que uno no dice pero el otro espera;
en el gesto, la caricia
que se hace o no se hace.
Ahí en el silencio, en la quietud
deben quedar, callados,
los poemas.