No suelen tener rostro
el rencor, la envidia
o el odio: habitan más allá.
Aunque tratemos de personalizarla a veces,
no ponemos cara
tampoco a la tristeza.
Son a lo sumo imágenes difusas,
instantes sin fecha o que viven en nosotros
a perpetuidad
(y mal asunto, entonces).
Sí tienen cara en cambio el amor,
el deseo, la añoranza,
la risa, la alegría…
tienen un rostro: el tuyo.
Todo lo demás: lo bueno y lo malo
y lo incalificable
es la imagen que devuelve
un laberinto de espejos.