Ya no veo la luna.
No puedo adivinar sus fases.
Un macizo de estériles nubes
-blancas, negras, grises,
compactas como rocas-
que ni tan siquiera dejan agua
(igual que a mí se me olvidó llorar),
la mantienen oculta.
No puedo adivinar sus fases.
Un macizo de estériles nubes
-blancas, negras, grises,
compactas como rocas-
que ni tan siquiera dejan agua
(igual que a mí se me olvidó llorar),
la mantienen oculta.
Ya no veo si es nueva y está
escondida en algún otro rincón del universo
o bajo el mar
esperando a renacer.
No veo si está creciendo,
llenándose de vida para irnos mostrando,
lentamente,
su esperanza de luz.
Ya no veo si está llena
y podría tal vez iluminar mi insomnio.
No veo si está menguando,
haciéndose pequeña sin perder
su presencia inmortal en mis sueños.
Por supuesto, no veo
su otra cara: esa
que nunca deja ver, que nadie vio…
pero que yo un día creí intuir,
cuando pensaba que podía
volar junto a ella
y abrazarla hasta el alba.