Cambio climático

Se avecina una vez más 
el invierno antes de tiempo. 
El verano retrasó 
de nuevo al otoño
inficionado de su propia pereza,
tras una siesta demasiado larga
de una tarde que se derrama en noche.
Apenas unas lluvias,
las hojas caducas caducando como siempre 
con su eterna obsolescencia programada. 
Y llegó el frío:
extemporáneo todavía 
como un insufrible villancico 
en un centro comercial
(dichosa Navidad que nos devuelve 
a la infancia mentirosa y vulnerable). 
Pasamos otra vez del ardor a la nieve;
de los cuerpos al sol
a las caricias -si es que llegan- 
con guantes de lana. 
Está bien:
aquí me quedo junto a la estufa triste; 
las ventanas, cerradas… 
Avísame cuando derrita 
el sol los carámbanos del alma. 

La bufanda

 Siempre quise aprender a tejer. “Hacer punto”, se decía. Mi madre y mis abuelas trataron de enseñarme. En mi casa no importaba, como en otras, que eso “no fuese para chicos”. Simplemente, es que soy muy torpe para cualquier actividad manual. No dibujo, no modelo, no tallo ni esculpo… Incluso tengo mala letra porque la caligrafía también es un arte. De instrumentos musicales ni hablamos, porque a la torpeza se une la absoluta falta de oído. Creo que yo, con las manos, solo se hacer amagos de caricia… en el aire. 
Pero hoy he cogido un ovillo de lana y he decidido volver a intentarlo. Nada mas sentarme, el gato ha empujado el ovillo, la bola ha empezado a rodar; los hilos, perseguidos por diez uñas afiladas, a enredarse aquí y allá. 
No he encontrado el extremo. Toda la habitación llena de lana, nudos, lazadas caprichosas en torno a la pata de una silla… Y ninguna punta de la que tirar, por la que empezar, si no a tejer, al menos a ovillar de nuevo. Sin un extremo al que asirse, es imposible. La lana así, desovillada, no es ya una promesa de algo entrelazado con forma de jersey o de bufanda. Es un laberinto.

No importa. Seguro que tampoco habría conseguido someterla a las agujas. 
Y, además, las bufandas abrigan, pero también ahogan a veces. 

No os confundáis

No significa que no estés cansado
que no te sientes al borde del camino.
Que no dejes de nadar no implica
que logres atisbar la playa.
Que no mires fijamente no supone 
que no veas incluso entre las sombras.
No dejaste de sufrir aunque no llores 
ni eres menos feliz cuando no ríes.
Que no hables 
no es que no tengas nada que decir. 
Que no haya más respuestas
no te ha eliminado las preguntas.
Que hayas dejado de decir te quiero
no significa que no ames.
Que te atormente el insomnio,
que no duermas,
no quiere decir 
que hayas renunciado al sueño.

No escrito

Que no escribo, decís…
Y es porque no leéis 
los surcos de mis manos, 
huérfanos de caricia.
No escucháis el ritmo ni la rima interna 
de un latido desbocado
ante un simple número, una foto.
No percibís el brillo en la pupila que se ensancha
al distinguir la estela
de un avión entre las nubes. 
No se puede apreciar el trabajo del yunque y del martillo
mandando la emoción del sonido de una voz 
a las neuronas. 
No habéis descubierto aún ciertos recelos, 
la tristeza escondida tras la solapilla 
de un libro que no verá la luz.

Pero fijaos bien, 
escuchad con atención el sonido del silencio:
no todos los poemas 
tienen que estar escritos. 

Rostros

No suelen tener rostro 

el rencor, la envidia 

o el odio: habitan más allá.

Aunque tratemos de personalizarla a veces, 

no ponemos cara 

tampoco a la tristeza. 

Son a lo sumo imágenes difusas,

instantes sin fecha o que viven en nosotros 

a perpetuidad

(y mal asunto, entonces).


Sí tienen cara en cambio el amor,

el deseo, la añoranza, 

la risa, la alegría…

tienen un rostro: el tuyo. 


Todo lo demás: lo bueno y lo malo

y lo incalificable 

es la imagen que devuelve

un laberinto de espejos.

Madrugadas

Hasta que te acostumbras y tal vez
incluso llegas a odiarla
la madrugada tiene 
un aroma de infancia, 
de coche cargado y largo viaje.
Y tiene también color de juventud,
de volver a casa 
con el sabor quizá de un beso reciente. 
La madrugada suena 
a oídos taponados, 
a manguera regando los jardines
y huele a hora confusa y tierra.

Descubrir de nuevo,
después de tantos años,
que se inaugura el día
con el mismo sueño que tuviste anoche,
la vigilia de la hora incierta…
Estos días, cada mañana es 
el preludio del mediodía que anhelo, 
de la noche tanto tiempo soñada;
el sol brilla solo para mí,
mientras espero compartir contigo
este ya conocido pero nuevo amanecer.

De vez en cuando

De vez en cuando, 
los días se hacen noches y el sol
parece que ni siquiera exista:
todo está gris oscuro, casi negro;
no pían los gorriones 
y los colibríes no se atreven a cantar.
No hay apenas nadie por la calle
y solo algunas sombras 
caminan
como si te estuvieran acechando. 

Pero, de vez en cuando,
las noches se hacen días 
y la luna y el sol parecen abrazarse 
e incluso hacer el amor 
para que el universo se conjure 
y cada quien camine 
por mitad de la calle, firme el paso,
una sonrisa amplia 
y un brillo en la mirada 
que asegura “hoy es el día 
de volver a vivir enamorado”. 

La vida no es sueño

Si es un sueño, no me despertéis.
Si lo de antes fue
una pesadilla,
gracias por despertarme ahora. 
Si todo es y fue 
real,
es que alguien antes estuvo equivocado:
la vida y los sueños
no siempre son distintos. 

“¿Qué ves?”

Veo una muñeca rota en una alacena.
Y una mujer libre.
Y una matrioska que ningún carpintero 
ha podido modelar aún. 
Veo un arlequín 
y un polichinela.
Veo una niña pequeña 
y una mujer madura.
Veo una araña en la esquina más alta
y a la mosca atrapada en su red.
Veo una mirada asustada 
y otra desafiante.
Veo una risa 
y veo un llanto.  Veo 
una pasión desbordada 
y un recogimiento. 
Veo a una guerrillera 
y a una monja de clausura.
Veo lo valientes
que a veces son
algunas cobardías…
(Y viceversa).
Veo una cometa y veo el hilo.
Veo un castillo de arena
y una ola.

Veo la vida. Veo mi vida. 
Veo el infinito.

Aprendizajes

Se aprende a decir te quiero,
pero hay que aprender
también a escucharlo.
Se aprende a extrañar a quienes, 
del modo que sea, 
no están ya más entre nosotros. 
Se aprende a desear -no: no es innato-
y a eludir el deseo. 
Se aprende 
que “tu rostro mañana” (*), ni el mío,
ni el de nadie 
tiene por qué parecerse al de hoy;
ni ser diferente: ¿quién 
sabe con certeza cuál será?
Pero hay también 
que desaprender algunas cosas: 
un te quiero no siempre es necesario,
una caricia no es siempre un cuidado… 
Un deseo de ayer, 
un te echo de menos de mañana 
es a veces 
mejor que una promesa. 
Siempre aprendemos mal
los tiempos verbales. 
No hemos desaprendido apenas nada. 
Y no se puede aprender sin olvidar. 

(*) Gracias, Javier Marías; gracias, William Shakespeare. Siempre.

Todo está bien

No hay nada de lo que preocuparse. 
Los días siguen
sucediendo a las noches.
El otoño se va abriendo paso
(hoy compré las primeras mandarinas: 
huelen a estación sabida y nueva).
La luna sigue creciendo y volverá a menguar,
y seguirá marcándoles el ritmo
a las olas de aquella 
que ya no es más mi playa.
Todo está bien. 
Los niños van volviendo a las escuelas
para aprender a olvidar.
Las dalias, las begonias, el brezo, los gladiolos
y los crisantemos (pobres denostados crisantemos)
vuelven a florecer. Y las palabras 
volverán a vivir después de los silencios.
O tal vez no. Pero todo está bien. 
¿Por qué habría de importarle 
lo que alguien ha sentido -o dejado de sentir-
a la eterna canción del universo?


“Lost in translation”

Ahora entiendo idiomas 
que antes entendía a duras penas:
el lenguaje de las manos, 
el de ciertas miradas,
la mentira y la verdad que caben
en algunos abrazos.
Entiendo además términos nuevos
en lenguas extrañas
y algunos poemas 
que ahora significan otra cosa 
o que escondían una melodía 
que yo no llegaba a percibir…

Pero sigo confundiendo 
demasiadas expresiones;
y silencios: 
me sigo perdiendo en la traducción 
de muchas palabras. 
Y de los silencios.

La visita

¿Sabes? Las calles de Madrid siguen oliendo 
a la misma soledad de siempre. 
Y he estado en aquella plaza. 
Y he tomado café. 
Pero no había bandadas de aves
-ya son pocas las especies que emigran-;
solo palomas. 
(No nos llevamos bien las palomas y yo.)
Tampoco hubo reflejos ni vaso de agua: 
no tenía sed. 
Ninguna mujer tropezó; en ese caso,
la habría socorrido.
Nadie reía. Nadie lloró.
También he visitado otros lugares.
Y he estado atento a muchas otras cosas.

Daré por hecho entonces 
que ni has estado ni estuviste aquí…
O que, como sueles, 
estabas realmente en todas partes…
O que -y créeme que lo siento-
no me quedan fuerzas ya 
para seguir jugando al escondite. 

Recuerda

Un recuerdo no es 
una fecha aunque muchos tengan
un día señalado en un almanaque
o una anotación en un dietario.
Un recuerdo es un beso 
del tiempo, una caricia…
O una cicatriz en la memoria.

Vísperas

“Y mañana será otro día tranquilo
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.”
(Ángel González)

Se pone el sol 
y alguien canta en latín: 
seguramente es 
tiempo de vísperas. 
“Mañana no será lo que Dios quiera”
(ya estaba escrito). 
Y no será tampoco lo que quiera. 
Mañana no será más que otro día. 
Y alguien cantará en latín 
(es hora de maitines)
mientras que sale el sol. 
Y pasado mañana 
volverá a amanecer y a anochecer
sin que ya nadie anuncie 
nada.
Indefinidamente. 

Vacío

Ningún lugar existe: no hay 
infierno ni cielo.
No hay calles ni ciudades;
no hay países 
ni por supuesto continentes.
No hay playas ni ríos.
Ni habitaciones de hotel.
No hay domicilios. 
El infierno no existe sin demonios
ni hay cielo sin buenas almas.
Si no hay nadie que lo habite,
una ciudad, un hotel, 
un dormitorio…
En un espacio carente de materia
solo hay 
                  vacío. 

Demostrativos

Se hace extraño a veces 
decir “aquel” y no “ese”
cuando no está tan lejos.
O quizá lo esté. 
Pero aquel año 
también fue martes.
Caprichos del calendario 
y sus bisiestos. 
Por supuesto, también era agosto:
aquel agosto.
Justo uno de los días del mes
que fueron martes. 
Y ese día se hizo noche.
Y aquel martes fue miércoles: 
ese miércoles que nunca
será aquel ni este. 
Esos días que son
aquellos días 
y que ya no son estos.

Pequeñas cosas

        “Uno se cree que las mató 

         el tiempo y la ausencia…”

                         (J. M. Serrat)


El mapa

de una ciudad que no conoces,

la imagen de una casa que no existe,

un cigarrillo que se consume solo

en un cenicero extraño…

Y pueblos que sí conoces, 

árboles, montañas, 

senderos al sol…

El número

de una habitación de hotel

impreso al pie de la página 

de un largo libro ya leído,

la cáscara de una pipa 

que cae sobre una alfombra,

un lunar apenas entrevisto…


Y ya no estás más ahí.

Ya te has ido al lugar

en quien todas y cada una

de esas pequeñas cosas

vivieron una vez…

Y vuelves en ti y 

te vuelves a marchar.

Y ya no sabes 

dónde estás o has estado.

Ni quién eres.

¿Perfecto?

Se venden cremas antiedad, 
camisas que no se arrugan y manteles
que repelen las manchas, 
vasos que no se rompen.
Que todo sea limpio, impoluto,
que no se note 
el paso del tiempo.
Sin marcas, sin dolor,
sin las imperfecciones 
que conforman aquello 
que llamábamos vida. 

Males menores

Entre la muerte y el susto
es fácil elegir. 
Nos conforta la salud 
ante el reiterado número 
inútil de la lotería. 
Tenemos un trabajo mal pagado
porque peor sería no tenerlo.
Miramos a las aves, las cometas
porque volar es mucho más difícil.
Nos agarramos a clavos que arden
de un mensaje, una llamada 
cuando lo que se anhela
es una caricia. 
Y vamos sobreviviendo 
porque vivir, la vida,
ha devenido en un viacrucis 
de pequeñas, enormes renuncias.


Plagas

Una sirena más 
ha sido hallada muerta en el Egeo
tras aparente suicidio:
alguien ha vuelto a escribir
un poema sobre el mar 
e Itaca está abarrotada.
Otro gnomo muerto
pende colgando de un árbol:
alguien ha vuelto a escribir 
un poema sobre el bosque
y se ha perdido en su frondosidad.
Otro duende del hogar 
se ha quemado a lo bonzo 
en una chimenea 
cuyas brasas y rescoldos inspiraron 
un poemario completo 
plagado de endecasílabos.
Una resma de camellos en las dunas,
varias decenas de estrellas
y diez o doce hadas en un lago…
Todos muertos porque dicen
que la poesía está viva.
Pero nadie se ha parado a valorar 
cuál es el precio.

(Yo, por mi parte, 
me declaro culpable y solicito 
conmutar pena de muerte 
por destierro
hacia los tratados de trigonometría)

Si…

Si se pudiera atravesar 
el océano en el tiempo que se tarda
en pronunciar su nombre.
Si se trazara sin más 
una línea recta que uniera dos puntos 
también en el tiempo. 
Si el horizonte uniera
el cielo y el mar que no se tocan.
Si el aliento que se exhala
y el aire que se inspira 
tuvieran la misma densidad.
Si el beso que se da 
y el que se recibe.
Si la palabra dicha
y el vocablo escuchado.  
Si tú.
Si yo.

Otra casa

         “…. después soñé que soñaba.”  (Antonio Machado)

No era esta vez ninguna casa extraña.

Era la misma de siempre;

las mismas, más bien, 

porque siempre fueron dos y a veces

se confunden las estancias: 

aparece una cocina fuera de lugar 

o un cajón en un armario que no es suyo.

Pero todo era reconocible, familiar 

como un cálido cobijo conocido.

También tú eras la misma

y yo el mismo en la medida 

en que no todo lo transforma el tiempo. 

Los gestos, las conversaciones,

la postura al sentarse o al dormir,

el café del desayuno, 

algunos viejos problemas…

Todo era como siempre. 

Quizás es que esta vez 

es un recuerdo y no un sueño 

lo que me ha confundido. 

(Cincuenta) Cumpleaños

Como un punto perdido 
en el horizonte: ni cielo 
ni mar, un instante
azul pero indeterminado.
Ni prólogo ni colofón:
una página anodina
en mitad de una novela
impresa en un papel barato. 
Una nota perdida,
un silencio más bien,
en medio de una sinfonía inacabada. 
Un corredor de fondo 
más cerca de la meta 
que de la salida,
fatigado ya pero sabiendo
que aún queda mucho camino. 
Ni completamente solo
ni disfrutando de tu compañía: 
una sombra sin nombre en mitad 
de la acera atareada.
De cero a cien calendarios
que no alcanzaré, 
en el centro del tiempo,
cuando se empieza a sentir
vértigo al mirar atrás 
y vértigo al mirar hacia adelante. 

La huerta

Cómo podría vivir en verano
lo que dejó morir la primavera.
Se agostarán del todo 
las flores ya marchitas. 
Y la hierba.
No acogerán los surcos
que tratemos de abrir
semilla alguna: 
resecada tierra al sol inclemente,
ceniza sin sustrato. 
No nacerá en otoño 
siquiera una esperanza. 
Y volverá el invierno. 

Resignación

Ya que estás aquí, ya
que te vuelvo a ver 
en la ciudad que arde…
¿Por qué no te quedas? 
Pasa, no se está mal así,
en la oscuridad 
y junto a la ventana;
corre algo de aire. 
¿Por qué no dices nada? 
No me creo
que te hayas quedado 
sin historias que contarme.
¿Quieres al menos escuchar la mía? 
¿No quieres tampoco que te abrace?
No, descuida, por supuesto 
que no me dolería, 
¿cómo me ibas a quemar?
Ya veo.
Está bien, no pasa nada. 
Claro que entiendo tus motivos:
no nacieron las estrellas
para abandonar el cielo. 

La habitación

Es subiendo una escalera sin baranda, de piedra como el resto de la casa, donde primero ves, a la derecha, el inmenso dormitorio. 
Tras el enorme ventanal que se abre al vasto jardín, hay un escritorio de madera: no es ni demasiado claro ni demasiado oscuro; amplio, con papeles, libros y cuadernos desperdigados aquí y allá en un medido desorden. Se ve una madera robusta, pero no tratada, nada de barniz: marcados los surcos y las huellas de la vida que ha pasado por él y que le confieren personalidad. Detrás, un pesado sillón, más bien anodino pero que parece confortable y una cama grande, alta, con un cabecero también casi tosco en perfecta armonía con la mesa. La cama conserva sus propias hendiduras y sabe historias, pero esas no se cuentan. 
La vista se pierde detrás, donde hay una mesa baja y un par de sillones de lectura. Más allá, se adivinan un vestidor y un baño tan solo semi ocultos por paneles de cristal opaco para que hasta allí alcance la luz del ventanal. Por toda la estancia hay lienzos apoyados en el suelo, grandes telas con sólo algunos trazos de color; otros, más pequeños, algunos ya enmarcados, permanecen ocultos. 
Encima de la cama hay otro cuadro, mediano, quizás una fotografía: una mujer duerme o simula dormir en blanco y negro apoyada en su propio brazo desnudo. Transmite placidez. 
La pared de enfrente, a los pies de la cama, es un enorme mural de un cielo que podría ser un atardecer de tonos lilas, azules y morados más arriba y que van creciendo en oscuridad hasta el gris oscuro al juntarse con el techo. Salpicándolo todo, hay estrellas, una luna rosada casi llena apenas insinuada y bandadas de pájaros blancos, amarillos, grises, algún azul turquesa… volando en desordenadas desbandadas. 
Las aves de más abajo parecen salir del único mueble que reconozco: un aparador lacado en negro que no desentona en absoluto con el resto. Y es extraño que así sea, ahora que lo pienso. 
Es el único mueble que estaba ya en otras habitaciones en las que yo he estado, contigo. Y ahí permanece, como diciendo que algo queda de ayer en esta habitación que es tuya pero en la que hoy no estás y que sólo he soñado. 

Quietud

     “Igual en el poema que en el mundo
      el movimiento abre
      los sentidos.”
              (Lorenzo Oliván)

Se muere la araña 
de la esquina de tu habitación 
si no teje su tela.
Se muere el ave que no abandona el nido. 
Se moriría el mar si se estancara
junto a todas las criaturas de su seno.
Moriría La Tierra entera, 
todo lo conocido,
si no girara alrededor del Sol 
y a la vez sobre sí misma. 
Se morirá la voz en mi garganta
asesinando a un tiempo 
a los verbos y a los nombres, 
a todos los fonemas que no se hayan dicho.
Se muere lo que no se mueve: 
las palabras, de tan parecidas,
se acaban convirtiendo en su contrario…
Sin embargo, permanezco inmóvil,
esperando a que no sé qué viento sacuda 
las ya escasas hojas de este tronco hueco.

Mientras, lentamente, se mueve el poema. 

Mientras, se muere el poeta lentamente.

Sol

Ya sé que sale el sol cada mañana. 
Y que quema su fuego en verano
y se agradece su calor en el invierno. 
Lo saben 
los niños más pequeños, los animales 
incluso las plantas… 
hasta algunas piedras parecen saber
cuándo calentarse. 
¿A qué viene recordarme esas cosas? 
¿Crees que no veo desde la caverna el cielo? 
¿Y qué se me da a mí que salga
o que no salga? 
Por supuesto que veo salir el sol. 
Y brillar algunos días 
como si solo lo hiciera para mí…
Y también lo veo ponerse cada tarde, 
dejar paso a la luna 
incluso cuando no la vemos.
Y mostrarme en mi
(diría “luminosa oscuridad” si no fuera tan burdo)
noche desvelada 
el intrincado camino a las estrellas. 

Subjuntivo

¿Y si fueran violetas y no margaritas 
las flores que prefieres?
¿Y si no fuera una estrella 
el cuerpo luminoso que vino
a remover tu sueño
y quizás a rellenar 
el hueco de lo que no fue 
pero siempre estuvo? 
¿Y si tú y yo fuésemos  
alguna vez nosotros?…

Lo bueno del subjuntivo
es que sirve tanto 
para una hipótesis irreal
como para un deseo.

Multitudes

Hay demasiados semblantes diferentes.
Y muchas caras en el mismo rostro. 
Y mentes, cuerpos, almas.
Y más de un alma en cada cuerpo.
Y algún cuerpo sin alma ni razón.
Y mentes vacías, almas muertas.

Y sin embargo un día, alguien 
-quizá sólo una sombra-
te mirará a los ojos y dirá:
“este es el cuerpo, ésta la mente, 
éstas la cara y el alma”.
Y la multitud se habrá difuminado.



Idea

Por supuesto que hay
muchas mujeres. 
Pero ninguna es .
Ni siquiera tú eres .
eres la idea que yo me hice de ti:
el cuerpo cuya forma
solo era así bajo mis dedos;
el alma que yo sentía 
solo era tu alma cuando yo la adivinaba; 
la mente que creía conocer,
esa en la que creía penetrar, 
era solo la mente que yo imaginé. 
Tú eres tú y eres también
el que yo inventé 
y que quizá no exista. 
Por eso no se puede matar ese amor:
no se puede matar lo que no existe.

Y tú existes por ti misma:
Tú, que no eres … aunque a veces 
¡te pareces tanto!

La escoba

Poco a poco se va 

callando la vida.

No por falta de voz (aún la conservamos):

se van acabando

                            las palabras. 

El tiempo las va barriendo igual que se barren 

todas las imágenes absurdas,

las malas metáforas gastadas:

la arena

             de las dunas, 

                                  las nubes

                                                 del cielo,     

                                                                 la espuma 

                                                                                 de las olas. 

Poco a poco se van 

agotando las cosas que decir, 

lentamente languidecen

                                       las palabras, 

se van apagando hasta que ya no queda 

apenas eco, 

dos voces casi ajenas 

que hablan del clima en un ascensor. 


Y, después, 
unas cuantas pelusas silentes
en la escoba del tiempo. 

Fue

"... Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido."
 
(Luis Cernuda) 
 
Olvídalo. 
O recuérdalo igual que se recuerdan
las cosas que ya no celebramos:
los primeros besos -tan lejanos ya-,
el viaje aquel que hiciste con quien luego odiaste,
la tarde-noche en aquella terraza 
que cerraron hace años…
Cuando aún recordado,
guardado en el cajón desastre de los días 
que acaso reverberan como mucho
en algún sueño que nos desorienta,
lo ocurrido ha dejado de existir. 
Pervive, sí, como la memoria oscura 
de aquellos que fuimos hace tanto, 
no renegamos de ello, pero a todos los efectos
su presencia es idéntica al olvido;
pertenece a ese tiempo que no alcanza siquiera
para una alegre tarde recordando 
los besos perdidos, las risas espontáneas,
los cafés, los cigarros, los amigos que fueron,
aquella cena con velas no sé dónde…

Olvídalo. 
O recuérdalo igual que se recuerdan 
las cosas que vivirán eternamente 
“donde habite el olvido”.

Resurrección

Qué difícil la vida sin ti, sin vosotros
(sin respuestas, sin preguntas,
sin noches, sin versos, sin amor);
qué cuesta arriba el camino sin sombra, 
sin esquinas en las que esconderse,
sin viento que me empuje o me revuelva 
el pelo y la conciencia. 
Qué inclemencia de sol en el desierto
de cielos desnudos:
sin nubes, sin aves, sin cometas.
No hay vías marcadas ni océano a la vista:
todo es arena y alacranes negros…

Y caminar, sin embargo. 
Seguir andando, siempre, sin detener 
el paso y silbando mi canción,
aunque nadie la escucha.
Caminar incluso muerto entre los vivos, 
morir hasta vivir el día de la resurrección:
porque habrá resurrección, está escrito 
no en escrituras sagradas, 
sino en el libro sin letras de la vida. 
Hacerse amigo del sol y de la arena, 
convertir en vergel el desierto y caminar, 
seguir andando, siempre.
Solo, tal vez desesperado, vivo o muerto,
pero haciendo camino donde alguien
dejó sin asfaltar 
                                  el silencio.

Órganos

Si me quisieras con el corazón,
¿cómo podría negarlo la cabeza? 
¿Podría razonar hasta tal punto 
que todo lo ignorase, 
que fuera capaz 
de desoír los latidos y acallar la danza 
de la música de las estrellas?
Tal vez pudiera: hay cabezas muy tenaces.

¿Y podría el corazón 
ignorar al pensamiento que le grita:
¡no dejes que se vaya!, ¡ella era!?
Tal vez pudiera: hay corazones muy duros.

Por eso yo elegí
amarte con la piel: recuerda
que es el órgano más grande y que no hay 
cerebro o corazón que se resistan
al escalofrío de una caricia a tiempo…
O al dolor de un cuchillo cuando rasga.

Nunca más

   "Hoy tengo que hacer muchas cosas: 
hay que matar la memoria, 
hay que petrificar el alma, 
hay que aprender de nuevo a vivir". 
(Anna Ajmátova)

Lo sé, también yo estuve allí: no el primero, ni el último (muchos me precedieron y hay quienes volverán), pero también estuve. Y ya no, nunca más. No volváis a buscarme en ningún bosque, en ninguna playa de ninguna isla. Nada de Ítacas ni de País de Nunca Jamás; ni de laberintos. Adiós cavernas, adiós pozos y ríos y sus puentes y los versos y… Adiós. 
No tratéis de preguntar a los astros, al viento o al fuego del hogar; no molestéis a los niños que juegan en la arena. Olvidad lo que dije, olvidaos de quien fui y de cómo escribía. Aún no sé si he muerto o si he renacido. Pero nunca más la vida que viví en otra vida; nunca… O quizá siempre. Es lo malo que tienen las palabras rotundas.

Necrópolis

Triste pero firme,
como el ciprés junto a la tapia
del cementerio abandonado 
donde yacen los muertos 
y lloran los vivos las ausencias. 
Erguido miro al cielo 
aunque no espere señal 
ni del sol ni de la luna 
y presto oído a las aves 
de la primavera mansa 
que como manantial se precipita
hacia otro verano. 
Ninguna voz, ningún trino 
cantan los paisajes que antes conocí.
Ni siquiera un graznido de cuervo o gaviota, 
una melodía de cantor,  
que traigan noticias del jardín aquel
que paseé quizás en otra vida. 
Ninguna ráfaga de viento nuevo 
que agite la tristeza del ciprés.
Todo es solemne, silencioso, frío…
incluso este verano añil que acecha
por encima de los cementerios.