No podía ni salir del coche.
La muleta no era suficiente.
Ochenta y siete años
un día después de mi propio cumpleaños.
La acompaña su hija, agobiada
porque no puede aparcar
y la ambulancia no ha llegado.
La llevo hasta la consulta
y me cuenta que su sobrino es
el cura de San Carlos Borromeo,
pero dios no conduce ambulancias.
No sé ni su nombre.
Su hija ha conseguido aparcar
y yo me marcho.
Y, no: no soy dios, ni soy mejor que nadie.
Solamente soy un hombre
que procura ser
“en el buen sentido de la palabra, bueno”.
A eso incluso intento dedicar mi vida.
Y no me dejan.
¿Dónde está dios?