“Y estos sean los últimos versos que yo le escribo”
(Pablo Neruda).
Ya nunca más oír tu voz.
Ya nunca más sentir
tu aliento junto al mío.
Ya nunca ese vello erizado
con un simple roce, una sonrisa.
Ya nunca las películas a medias,
ya nunca los ronquidos.
Ya nunca el desayuno con jamón y zumo
de naranja, ni ya los imanoles.
Ya nunca más las islas del tesoro
ni bucaneros que otros inventaron,
ni las olas salvajes.
Ya nunca más Venecia
y su sudor.
Ya nunca más Locanda,
ni buenos sucesos,
ni las dunas, ni el dedo de dios
que nunca vi.
Ya nunca más el otoño leonés
ni los castaños.
Ya nunca la Lisboa que no conocimos.
Ya nunca el Monte Igueldo
ni Bidania.
Ya nunca las ferias -ni las casas-
del libro, ni las dedicatorias.
Ya nunca Betelgeuse,
ni ya la luna llena.
Ya nunca las alas de Icaro
volando a media noche
ni los flancos de Cholo
meneando la cola a media tarde.
Ya nunca la alegría
de dos risas infantiles.
Ya nunca nuestras propias risas.
Ya nunca la puesta de sol,
ya nunca más las piedras de esa playa.
Ya nunca el baile a solas
con tus ojos cerrados
y los míos abiertos.
Ya nunca más mis labios
en tu sexo, ni tu boca en el mío.
Ya nunca más
las madrugadas en los aeropuertos.
Incluso, ya nunca, la compra
a cuatro manos,
la elección de aquel mueble,
de aquella hierba falsa.
Ya nunca más los celos,
los llantos, los reproches, las jaulas
ni las preocupaciones, el control,
las alas rotas,
la no-libertad, las llamadas perdidas...
ya no más incomprensión.
Ya nunca más
los malos versillos
de este mal poeta.
Ya nunca el infinito
ni los dos corazones tatuados.
Ya nunca tantas cosas.
Ya nunca nada más.
Ya todo siempre.
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