La náusea

El rostro desfigurado del espejo,
la cara que se descompone
como la de un muñeco de cera
junto al fuego.
Y no poder mirarse de otra forma.
No podemos contemplar ese rostro
como sí contemplamos
por ejemplo las manos,
que también se deshacen...
Después del primer miedo,
asumido que eso y no otra cosa,
la descomposición,
es lo que está pasando
sobreviene 

la náusea.

©Santiago Pérez Merlo
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Olvida

Olvida que soy yo
quien ha escrito este poema.
Olvida que es el tuyo
el corazón que late
por debajo de estos versos.
Olvida que las manos
que escriben son las tuyas
(tan dueñas de las mías),
que los ojos que leen
tienen puestas tus gafas.
Lee como si leyeras
la carta de un extraño,
el mensaje del náufrago
que murió ya hace años sin que nadie
conociera su isla...
Y arrojémoslo al fuego,
que es el mejor destino

de un poema.

©Santiago Pérez Merlo

Prestidigitación

Con mucha pompa el mago
me introduce en la urna de cristal
y echa las cortinas y demuestra
que no hay escapatoria.
El público ya sabe lo que viene:
después ya no estaré
y tal vez aparezca
convertido en paloma o en conejo,
tal vez incluso en tigre.
La magia no consiste
en la transformación:
el verdadero truco

sería no volver.

©Santiago Pérez Merlo

Discúlpeme

No se asuste, señora, no soy
en realidad un sátiro
ni busco recrearme
en la concupiscencia.
No me mueven
los más bajos instintos
ni pretendo que piense
que me ha poseído la lujuria.
Al contrario, me esfuerzo
por conquistar su alma,
descubrir
las más profundas simas
de su mente
y volar hasta alcanzar
su espíritu,
elevado sin duda...
Tanto, que este pobre mortal
solo consigue
desear su cuerpo,
rogar que usted me mire

con esa mirada.

©Santiago Pérez Merlo

El cofre

Encontré el pecio hundido
y descubrí el arcón
oculto en la bodega,
entre viejos toneles de madera podrida
y sables herrumbrosos,
bajo pesadas balas
de cañón de otro tiempo.
No fue tarea fácil rescatarlo
y sacarlo a la luz, descerrajar
la ajada cerradura.
Sobre las piedras preciosas
nadan amenazantes criaturas abisales.
Debajo de ellas brilla,
anhelado, el tesoro.

©Santiago Pérez Merlo

Estrella (otra)

Hay una estrella muerta
colgando de una espina
en el viejo rosal 
que trepaba la verja de la casa 
que cerramos ayer.
No murió 
de muerte natural. Nadie
le disparó ni se agotó
de vieja, apagada su luz 
hace miles de años.
Simplemente,
dejaron de mirarla.

©Santiago Pérez Merlo

Mañanas

Mañanas que amanecen
con la puerta cerrada
y que después
se van atrincherando,
huyendo de sí mismas y del sol,
como si no quisieran
dejar pasar la luz,
temerosas tal vez de consumirse.
Hasta que en el ocaso,
la luz vira a violeta,
el sol se pone
con un último destello vivo.
Y las puertas se abren

para que entre la vida.

©Santiago Pérez Merlo

Parásitos

Hay pequeñas tristezas como pulgas,
saltan de lado a lado
incluso en la piel dura de elefante
de algunas alegrías.
Son como garrapatas que succionan la sangre
de los momentos de felicidad
y engordan hacia dentro:
aunque pierdan su cuerpo de tristeza,
dejan en tu interior
su cabecita puntiaguda y crecen
debajo del pelaje más suave.
Lombrices que devoran las risas
y las miradas tiernas,
las caricias, los besos
y hasta las mariposas
que revoloteaban
ajenas al infecto gusano insaciable.
Por suerte el organismo 

de la alegría es fuerte.
Y después de la fiebre, la náusea, la jaqueca...

los acaba expulsando.

©Santiago Pérez Merlo

Estrella

La estrella cenital es de madera.
Desde el pozo la línea
entre el cielo y el infierno
es recta como si alguien
tensara un meridiano.
Entre un punto y el otro,
el hombre.

Y un puñado de nubes caprichosas.

©Santiago Pérez Merlo

Ensayo sobre la ceguera

Degeneración macular,
cataratas, glaucoma, uveítis,
retinopatía y algunos
defectos genéticos,
envenenamientos, accidentes…
Ciegos totales o parciales,
de nacimiento o sobrevenidos.
Cegados por amor
o por el odio,
la rabia, la envidia, los celos,
la ira o la lujuria.
La venda en los ojos
de Cupido y la Justicia.
A ciegas en la oscuridad
o deslumbrados
por una luz intensa.
Ciegos que miran al sol,
ciegos de luna nueva.

Luego está no saber,
no poder,
no querer
ver el mundo.

©Santiago Pérez Merlo

Trenes

Los trenes ya no son como eran antes.
No hay bancos de madera,
ni pañuelo en la estación.
No hay soldados
ni muchachas llorosas en los andenes.
No se puede fumar y no se tarda
lo que dura un amor
en regresar a casa.
Ahora todo es veloz y confortable.
Hay trenes que atraviesan el mar
y otros que aseguran
que vuelan como aves.
Pero ninguno de ellos 

llega a donde se encuentra mi destino.

©Santiago Pérez Merlo

Justicia

Los culpables de amar piden clemencia
mientras los asesinos 
se pasean pisoteando  
corazones  arrancados a víctimas sumisas.
A los pobres inocentes
les sacaron los ojos de sus cuencas
para que no pudieran 
contemplar sus culpas y sintieran así
qué significa en realidad 
la ceguera de la justicia.
Todos los abogados están muertos
y los fiscales cobran del mejor postor.
El juez supremo es un corazón negro 
que se tiñe del rojo carmesí
de las sangres ajenas y que absuelve 
a quien más daño hace 
porque se disfrazó, ladino,
el rencor de bonhomía.
Cada vez que el verdugo alzó su hacha 
el mundo se perdía una buena persona
y trescientas serpientes ocupaban
el corazón del hombre 
que pedía clemencia 
y enloquecía en su calabozo 
porque el delito de amar
no había prescrito.

©Santiago Pérez Merlo

Gafas

A veces, me confundo y uso
para verme de lejos, para salir de mí,
las gafas de presbicia.
Para verme de cerca utilizo
las del astigmatismo y la miopía
-que ya no necesito-
y me veo borroso.
Uso gafas de sol
(cristales muy ahumados)
cuando todo está oscuro.

Para mirarte a ti,
cierro los ojos.


©Santiago Pérez Merlo

Día

Anidan las estrellas
en el cuenco que forma
el brillo de la luna
en el cenit de tu frente.
Por la mañana serán gorriones
saludando en tu pelo
la salida del sol
y al llegar el ocaso
vuelven los girasoles
la cabeza a la tierra.

Yo prefiero la noche.

©Santiago Pérez Merlo

Desiderata


Quién pudiera oírlos de tu voz,
decirlos en tu oído.
Quién pudiera leerlos con tus ojos,
pintarlos con los dedos
que manchas en pinturas
de colores y vuelan.
Quién pudiera modelarlos
como moldeas tus sueños
cuando estás despierta y sueñas
que todavía duermes.
Quién pudiera imaginar
lo que imaginas
cuando pisas la calle,
la arena de la playa,
las nubes, las estrellas.
Sí, quién pudiera...

Los poemas que aún 
no me has escrito.

©Santiago Pérez Merlo

Diógenes

Nunca tuve pensamientos profundos.
Jamás he pronunciado una sentencia.
No me interesa la filosofía
y no me importa la noesis del ser.
Cuando miro una flor no distingo
los sistemas solares de galaxias
y si es una estrella lo que veo
no le busco los estambres.
Si hace sol o si llueve al levantarme
sólo decido si llevar sombrero
o coger un paraguas:
no pregunto por las bajas pasiones.
Sé que nunca hablarán
de mí en el Aula Magna
ni adornará mi nombre
pedestales ni esquinas.
Ni falta que me hace mientras tenga
ese rayo de sol

que usted me está tapando.

©Santiago Pérez Merlo

Planos

Viajo junto a ti en el asiento
vacío del copiloto
y me tumbo a tu lado
en el hueco vacío de la cama.
A veces, tomo café
en la taza vacía
que no has colocado
junto al plato vacío
que no luce en la mesa
junto al tuyo.
Me siento en el sofá
en el hueco
vacío que queda
más allá de tus pies
y he llegado a lavarme los dientes
frente al espejo (vacío)
mientras tú te duchas.

Tú me hablas de planos paralelos,
realidades distintas y complejas
que se superponen
y en las que estamos juntos…
Y yo trato de llenar
con ese pensamiento

mi vacío.

©Santiago Pérez Merlo

Cajas

Colocas en el centro del jardín
libros, cuadros, partituras,
cuadernos y libretas
a medio rellenar.
La pila crece
hacia arriba y a lo ancho.
La gasolina moja
papeles y portadas, espirales, cartonés…
De pronto todo arde.
Se acabó. Un puñado de cenizas
y pavesas que viajan
llevándose rescoldos de quien fuiste.


Ahora vuelves a la casa y ves
las cajas vacías. La etiqueta
“mudanzas y transportes”.
Y, cuidadosamente, las precintas,
como si contuvieran
cristales de bohemia o porcelanas.
Pero nada contienen.
O eso te repites mientras sigues apilando
los montones de cajas
llenas de aire
que pesan como losas,
como sacos enormes 
de ceniza mojada.

©Santiago Pérez Merlo

Resurrección

La muerte nunca me dio miedo
mientras estuve muerto.
Pero ahora que me has resucitado
me da pánico morirme para ti.
Tan sólo para ti existe el miedo.
El resto de la gente

ya se había acostumbrado.

©Santiago Pérez Merlo

Sin miedo

He aprendido a planear sin alas
cuando el sol las quema
y a beber agua salada en los naufragios.
A todos mis demonios interiores
los bauticé en las aguas
más impuras que encontré
para que no perdieran
el olor a azufre.
De vez en cuando, los saco de paseo
y converso con ellos
para no hablar solo
-no tengo la esperanza
de hablar a Dios un día-.
Cuando vuelven a sus cuevas,
yo procuro salir
a navegar de nuevo o a volar
libre ya del temor
a que ardan mis alas

o al naufragio.

©Santiago Pérez Merlo

Carta a un joven poeta

Cuando sólo hay dolor,
es mejor no escribir:
porque la tinta duele.
Cuando sólo hay rencor
es mejor no escribir:
el papel corta.
Cuando sólo hay soledad,
es mejor no escribir:
las letras te rehuyen.
Cuando sólo hay silencio,
lo mejor es callar,
¿para qué estropearlo?

Cuando sólo hay amor
¡jamás escribas! Te acusarán,
arrastrarán tu nombre y te dirán
que todo estaba escrito,
que has copiado.
Vendrá el dolor, traerá rencor
y soledad,
silencio:

Lo mejor es que no escribas.

©Santiago Pérez Merlo

Ende

Este cuento no ha hecho más que empezar
y sin embargo a veces, como un niño impaciente,
intento adivinar o que me cuenten cómo 

el cuento se termina.
¿A quién se comió el lobo
si es un pobre animal de pelo gris
que se arrastra solo por el bosque vacío?
¿Cuántas muchachas vivían en el reino
que el pobre príncipe se hartó de oler a pies
y suspira aburrido en el Salón del Trono?
¿Qué Alicia es más real? ¿La que vive
con su hermana o la que sueña
con un gato invisible? ¿O es tal vez al revés?
¿Escaparon por fin los tres cerditos
del fantasma del desahucio?


Ya leí todos los cuentos y olvidé
casi todos los finales.
Ya me hice mayor y he aprendido
que sólo hay un relato
que merezca la pena continuar
porque toda buena historia 
es siempre una historia interminable.

©Santiago Pérez Merlo

La tormenta

Vengo a la vida como
una tormenta fuerte de verano.
estruendosa y anhelada,
refrescando
el aire y los jardines, los paseos,
alborotando playas,
descargando con furia o alegría
según quien la contemple.


Pero es un instante fugaz,
una nube oscura y pasajera
que apenas dura el parpadeo
de un relámpago lejano.
No queda más que algún pequeño charco
que se va consumiendo.
Poco después,
no queda ni la mancha 
de humedad en el asfalto.

©Santiago Pérez Merlo

Esto

No lo llames tristeza, la tristeza
ocuparía un lugar, podría dibujarse,
tendría seguramente límites definidos.


No es nostalgia, tampoco, la nostalgia
se disfraza a menudo de anhelo,
de viaje al futuro saltándose el presente,
partiendo del pasado.


No lo llames ansiedad, la ansiedad
implica movimiento, convulsión
y yo no soy capaz
de salir de este letargo.


Si quieres que busquemos una definición,
hablemos de congoja, o de hastío,
de arrastrarse por los días
con la exasperante lentitud de lunes grises
y tardes de domingo.
Hablemos de ese nudo que se forma
en el pecho y en las tripas,
que agarra la garganta y la comprime
y deja respirar
solo para que sientas 
el dolor de lo vacío.

©Santiago Pérez Merlo

Lo otro

No lo llames alegría, la alegría
la encuentras en las fiestas,
en los días de sol y las cosas absurdas.



No es contento, tampoco, el contento
es la satisfacción, la risa franca,
no esta media sonrisa que no sabes
desde dónde ha nacido.

No lo llames bienestar, el bienestar
es la paz interior, es la serenidad
y no esta agitación
continua
que no para de acariciarte el alma.


Si quieres que busquemos una definición,
hablemos del amor o de la dicha,
de celebrar los días y las noches
con la desorbitada infinitud del sentimiento
más antiguo
y más puro que existe.
Hablemos de esa luz que se propaga
desde dentro hacia fuera
y hacia todo
y te hace brillar
para que al fin alcances
la plenitud de lo vivo.

©Santiago Pérez Merlo

La caverna (II)

Ya desperté de nuevo.
Platón no ha venido
a visitarme.
Campanilla no existe
y yo jamás seré 
racionalista
porque vivo encerrado
en el sueño más profundo
de la razón.
Tal vez por eso vivo 
en esta cueva.
Tal vez yo sea un monstruo.

©Santiago Pérez Merlo

Onanismo

No puedo cerrar
los ojos. Necesito
dormir y sin embargo
hace más de de diez días
que no duermo.
Tomo decenas
de cafés y procuro
estar despierto.
Porque cierro
los ojos y te veo: no,
no te evoco, no son
ensoñaciones. Cierro
los ojos y te veo desnuda:
veo tus pechos
apuntarme a la cara,
veo tu sexo
que me llama por mi nombre,
me reclama, veo
tus larguísimas piernas
que me atrapan
por la cintura y claman
para que me introduzca
más adentro de ti,
hasta perderme.
Veo tu cuello
que se contorsiona y busca
mi boca sedienta...
Y es una tortura. Cierro
los ojos y no
puedo tocarte.

Pero me toco yo,
de forma compulsiva 

como un adolescente...

©Santiago Pérez Merlo

La carta

Qué cosa tan absurda ¿verdad?
-y más en estos tiempos-:
elegir un papel, tomar la pluma
y escribir -esa letra ilegible,
apretujada-, dejar que vuelen
sobre el folio las letras sin pensar,
verter, volcarse en cada trazo
sin atender a la caligrafía,
dejar que el corazón
dirija la muñeca.
Encerrar en un sobre los te quiero,
poner un sello y confiar
en que todas las manos
por las que han de pasar
los mimen, no los pierdan,
los acomoden lo mejor posible
hasta llegar a ti, a tus manos
sorprendidas
por el trazo y el remite conocidos.
Imaginar
cómo rasgas el sobre
con qué sorpresa lees
-aunque ya las conoces-
las palabras que escribí
hace ya días 

pero que no han perdido su vigencia.

©Santiago Pérez Merlo