Los culpables de amar piden clemencia
mientras los asesinos
se pasean pisoteando
corazones arrancados a víctimas sumisas.
A los pobres inocentes
les sacaron los ojos de sus cuencas
para que no pudieran
contemplar sus culpas y sintieran así
qué significa en realidad
la ceguera de la justicia.
Todos los abogados están muertos
y los fiscales cobran del mejor postor.
El juez supremo es un corazón negro
que se tiñe del rojo carmesí
de las sangres ajenas y que absuelve
a quien más daño hace
porque se disfrazó, ladino,
el rencor de bonhomía.
Cada vez que el verdugo alzó su hacha
el mundo se perdía una buena persona
y trescientas serpientes ocupaban
el corazón del hombre
que pedía clemencia
y enloquecía en su calabozo
porque el delito de amar
no había prescrito.
©Santiago Pérez Merlo