Plaza de Oriente

Están cerrando los cafés; los camareros
encadenan las sillas a los veladores
y echan las persianas con ruido familiar.
La plaza es ya ese bosque de estatuas y penumbra.
Tu mirada se pierde detrás de la suya,
que sobrepasa el muro del palacio
y busca la luna
                        menguante.
Te mueres de deseo por cogerle la mano
y dejar que se eternice
el cómplice silencio que acaba de instalarse,
roto sólo por los pasos sobre la gravilla
y por alguna risa sofocada, adolescente,
que llega desde uno de los bancos escondidos.
Pero en lugar de eso, te metes una mano en el bolsillo,
con la otra sostienes un salvador cigarro

y no paras de parlotear.

©Santiago Pérez Merlo

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