Sin sentido

En realidad anduve aquel camino 
mientras vosotros me veíais
yacer en esa cama atestada de miedos.
Yo no temía: yo iba caminando 
sin prisa, por senderos 
que no imaginaríais 
e inventando los sueños que querría tener
si despertara. Os oía sufrir,
discutir, oía 
vuestro silencio 
desde mi peculiar atalaya de semi inconsciencia.

Foto de Ebru Sidar
No era vuestro viaje. No hay
cuaderno de bitácora, 
no hay fotos ni souvenirs 
pero recuerdo cada paso del sendero,
los hitos que lo jalonan
y los guijarros que fui dejando tras de mí,
pequeños pedacitos de memoria 
que me estarán esperando 
cuando vuelva y ya no vuelva.

©Santiago Pérez Merlo

Jaque

Tiene todo el tablero en la cabeza
y a tientas, con cuidado
de no desplazar 
ninguna pieza más que la precisa,
avanza lentamente su caballo 
entre escaques con relieve.
Es ciego pero sabe
cuando asestar el golpe, 
cuando lanzar alfiles, torres, reina 
contra el rey sin color que sí lo ve venir 
y sólo puede huir
o dejarse morir.

©Santiago Pérez Merlo

Ni falta que le hace

               (Para Manuel, mi padre.)

Tengo su voz o una muy parecida
y tengo su impaciencia.
No tengo ni su pelo rizado
ni su equipo de fútbol.
No fuimos nunca juntos a pescar
ni recuerdo haber pensado en él
como en un superhéroe…
Ni falta que le hace.

No me constan sesudos consejos
ni charlas moralistas.
No me puso jamás la mano encima.
No conservo como un tesoro oculto
una de esas lecciones que se le suponen
a un progenitor…
Ni falta que le hace.

Pero sí tengo vivo el recuerdo
de tardes de teatro
y de cine; de mañanas de Rastro
y de Cuesta Moyano; de playas,
de El Peral, de manguera en el patio
de la abuela y noches de flamenco;
de compartir
trabajos manuales para el día de la madre
y de saber muy pronto
que él, ellos eran mejor que Baltasar
y el ratoncito Pérez.
Y recuerdo su paciencia
-la que a veces nos falta a los dos-
con el adolescente que fui.
Y su apoyo en las duras
(muy duras, que también las hubo)
no incondicional y porque sí,
porque obliga la sangre
que no siempre obliga...
Ni falta que le hace.

Acaba siendo una falacia siempre
que un padre deba ser
el mejor amigo de uno…
Ni falta que le hace.

©Santiago Pérez Merlo

El libro

No lo abras. Mantenlo 
así, en tu regazo, 
las manos apoyadas 
y la mirada buscando el infinito, 
tratando de alcanzar 
tu pensamiento. 
No están allí, en el libro:
tú eres quien sabe
todas las historias.

©Santiago Pérez Merlo

El último café

No paras de mover la cucharilla,
ausente,
finges que me escuchas,
que te interesa lo que estoy diciendo
y asientes levemente
o murmuras un sí
de vez en cuando.

Pero se que es mentira. Sé
bien que estás muy lejos
no sé con quién, ni dónde,
pero lejos,
donde mis palabras
apenas te alcanzan.

Te lo digo y estás
a punto de enfadarte,
de atacar, como siempre
(es la mejor defensa),
e intentas repetir
alguna de mis frases.

Mientras, sigues moviendo
sólo tú sabes qué
en la copa de vino.

©Santiago Pérez Merlo

Sigue lloviendo

¿Alguien sabe
para cuándo está previsto
que deje de llover?
Se está inundando el mundo
y las antologías y los cancioneros
(no digamos las redes sociales)
con este coñazo
de lluvia del otoño
en primavera.
No se soporta más
tanta melancolía,
tanto repiqueteo
ni tanta nube gris
en las atormentadas
y excretoras
mentes de los poetas.
¡Qué deje de llover
de una bendita vez!
o acabaremos
por cortarnos las venas
con la punta afilada
del paraguas mojado
en la tinta negra
que baja del cielo…
para satisfacción de los poetas.

©Santiago Pérez Merlo

Antiguos alumnos

Ana Isabel va a publicar un libro:
es un cuento infantil, pero le hace ilusión.
César ha conseguido su sueño:
vive sin trabajar; no, no es un hacendado,
pero no necesita madrugones. Y eso basta.
Mar se sigue riendo como siempre.
Y haciéndome reír.
Pilar... Pilar siempre será Pilar,
no hay mucho que añadir.
Arantxa, Patricia, Villa, Emilio... no vinieron.
Deben de ser gente ocupada.
Eduardo, el profesor, sigue cantando
canciones de Los Beatles.


Hubo mucha más gente, por supuesto.
Y faltaba muchísima más
de la que un día compuso
todo nuestro universo, nuestra vida
en los años en que empiezas
realmente a tomar
conciencia de estar vivo
(la infancia apenas cuenta).

Y había un patio y risas
casi adolescentes
                           otra vez
y recuerdos flotando y recuerdos
que no estaban invitados.
Y el extraño frío del paso de los años
y el calor de todo lo vivido.

©Santiago Pérez Merlo

Inútiles

Inútil como el grito de "¡tierra!" del vigía
cuando el barco se hunde.
Inútil el rumor de las olas lejanas
para que el castellano
se vuelva marinero
e inútiles los cantos de sirena
en los acantilados
en los oídos encerados de Ulises.
Inútil el alisio del desierto costero
que sólo arrastra arena o la cubre de niebla.
Inútil, tierra adentro, el esfuerzo constante
y apenas perceptible
de los brotes del árbol
por arrancar raíces de la tierra
y elevarse.
Inútiles los golpes
de la mosca en el cristal,
inútiles los aleteos
por remontar del alfeizar
para volver a golpearse.
Inútil grito de socorro el del asesinado
cuando es la última voz
que abandona su garganta entre estertores.


Inútil voz final la del poeta
que no rompe cristales,
como inútil la voz que no se eleva,
inútiles arena, verso y niebla
en el desierto;
inútil canto, inútiles sirenas
de oídos encerados. Inútil
el rumor
de las olas y aferrarse
a la tierra.
Inútil el poema.

©Santiago Pérez Merlo

Quijotadas

Camina por la acera y sueña
arrastrando los pies
que lleva de la brida a su propio Rocinante
y que le sigue, fiel, un escudero
que lleva de la albarda a su propio jumento.
Sueña con ser no un caballero andante
sino el loco emulador del loco que soñaba
que lo era. Piensa, en realidad,
que querría estar loco como aquél y no pretende
desfacer los entuertos sino provocallos,
volver al mundo loco, lector y cómplice
de sus disparatadas aventuras
y amores imposibles con alguna aldeana
convertida en princesa
a quien rendir honores tras heroicas batallas…

Y llora, amargamente, su irremediable cordura.

©Santiago Pérez Merlo
Dibujo de Antonio Saura

Dificultades

A qué negarlo. Era más fácil
escribir los poemas cuando te quería.
Cuando te pensaba tumbada a mi lado
o en tu propia cama,
pero te imaginaba
fingiendo
que pensabas en mí.
Era mucho más fácil
encontrar una excusa
-un lunar, una prenda de ropa,
una promesa que no se quiere hacer
y que se escapa involuntariamente-.
Las palabras luchaban ellas solas
por verterse, inundar
los cuadernos: ojos, rostro, labio,
beso, amor (no lo digas),
mano, pecho, delirio, sudor,
te echo de menos, vista,
tacto, gusto, pubis,
atardecer, deseo,
amor… (que no lo digas).


Era mucho más fácil.
Aunque no existieras.

©Santiago Pérez Merlo

Sueño borgiano

(Para Don Jorge Luis, claro)

Soñar, como una lluvia borgiana, es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Soñamos con historias ya vividas,
aunque las deformemos
o mezclemos en ellas los sucesos reales
con nuestra más oscura fantasía.
Hablamos, igualmente, del sueño
al despertar e indefectiblemente
se convierte en pasado lo soñado.
No hay presente en el sueño, es imposible
soñar aquí, ahora, en este instante,
ser consciente, decir “yo
sueño, estoy soñando”.
Uno puede soñar con lo que sea:
con la felicidad, con la desgracia,
con su propia muerte incluso…
Al despertar, habrá resucitado,
habrá vuelto de una muerte
que parecía real,
pero ha pasado. Ya fue: uno
vuelve, como un padre borgiano,
que no ha muerto.

©Santiago Pérez Merlo

Tarde de domingo

Te he esperado
como se espera la lluvia
una tarde de domingo:
despreocupadamente, miro
por la ventana entre café y café,
entre algunos poemas
y muchos cigarrillos aburridos.
Quizá vengas mañana
y sea tarde,
quizás mañana ya,
con las obligaciones
cotidianas,
me olvide de esperarte.
O quizá llueva,
mañana.

Hoy te estuve esperando.
Casi llueve
antes de caer la noche.
Era la tarde del domingo.

©Santiago Pérez Merlo

De la experiencia

Tengo que abandonar el espiritualismo, 
el simbolismo vacuo y los mundos etéreos
que he ido descubriendo.
Tengo que regresar de la isla de Nunca Jamás
y bajar de las nubes, dejar
huellas profundas en la nieve, en el barro
y que se vean, que se distinga nítido
que por allí pasé, ni mejor ni peor,
pero dejé mi impronta, el rastro 
reconocible de que alguien 
-quién o qué sea es lo de menos-
anduvo ese camino.
Sostenerme de pie sin mayor pretensión 
que saber que hay un suelo debajo 
de mí y una ley de gravedad que me sujeta.
Dejar de volar, de soñar, de inventar 
paisajes imposibles y castillos 
de muros de amapola y torreones de agua.
Aferrarme a la tierra, a la hierba que la cubre
y al gusano que la habita...
como si por fin estuviera ya muerto
y enterrado.

©Santiago Pérez Merlo

"Contra" Pedro Salinas

No te debo mi voz
ni tú la tuya
me la debes a mí.
Es tuya solamente,
no te engañes,
no dejes que te engañen
las palabras.
La vida nunca fue
lo que tú tocas
ni el suelo que pisamos
fue real. Y tú puedes
dudar, abrazar
sombras. La vida
siempre queda más allá.
Más allá de los ojos
que te guían,
de los ojos que te miran
y en los que, a veces,
te miras.
No te engañes,
no dejes que te engañen
las palabras: si me llamaras,
si algún día
llamaras es posible
que no estuviera yo
esperando tu voz…
Ni tú la mía.

No tenemos derecho,
ninguno de los dos,
a decir: “No te vayas”.

©Santiago Pérez Merlo

Urracas (y II)

¿Recuerdan las urracas que anidaron
frente a la ventana de mi dormitorio?
Hoy he visto volar por vez primera 
a los polluelos
-deben de haber cumplido,
aproximadamente, un mes-...

Y me ha sobrevenido
una estúpida nostalgia.

©Santiago Pérez Merlo

Derrotados

Hay una épica insolente en la derrota,
un fatalismo que marida a menudo
con la pose canalla, el malditismo,
la tristeza fingida del falso perdedor.

Hay un halo que cubre de misterio al pobre hombre
del foulard amatista y la mirada ausente,
eterno el cigarrillo.

Hay cierto encantamiento en la mujer
ajada por los años y por la mala vida,
las arrugas marcadas, la mirada perdida,
eterno el cigarrillo.

Patrañas. Cambiarían,
seguro, su derrota
por un solo triunfo… Una pírrica victoria
en eso que llamamos vida y puede ser
un partido de fútbol,
una mano de cartas, un amor
para siempre
o una falsa alarma
en aquella analítica rutinaria.

©Santiago Pérez Merlo

Hastío

No me gusta el campo -decía-,
me aburro
soberanamente. Odio
la paz, el sosiego,
pasar las horas muertas
escuchando pajaritos
o contemplando crepitar el fuego.
Echo de menos las luces
de neón, los humos y los ruidos
de los coches y el olor
del asfalto.
Debería irme de aquí.
...
Detesto esta ciudad -decía-.
Me cansa
la prisa de los transeúntes
caminando
atropelladamente y sin pararse
a contemplar la lluvia.
Echo de menos
los sonidos del bosque,
el canto de los pajaritos
y el crepitar del fuego
junto a la chimenea.
Debería irme de aquí.
...
¿Y el mar, la playa,
el rumor de las olas
y la vista perdida
en el horizonte?

El mar está muy lejos.

©Santiago Pérez Merlo

Silencio

Hoy quiero ser silencio y me faltan palabras:
mutismo, enmudecer, callar,
amordazar, afasia o afonía…

Cuando quiero ser
voz, poema, ruido
se me agolpan los gritos,
las onomatopeyas,
el estruendo, el gemido,
la música, el bullicio,
el trueno, el griterío,
la charla, el pandemónium,
el chirrido, el runrún, el murmullo,
el rumor, el susurro, el silbido…
El eco
         de tu voz.

Pero hoy quería silencio y me faltan palabras.
Quería ser el aliento
de tu boca cerrada.

©Santiago Pérez Merlo