Dime que te repugno, que mi sola presencia
te da ganas de vomitar y que, si no lo
haces,
es por tu estricta educación de colegio
de monjas,
que te enseñaron a ser una señora.
Di que si no te cambias de acera cuando
nos cruzamos
es porque tienes miedo de ser atropellada
por lo rápido que huirías con tal de no
enfrentarme,
despavorida, loca y horrorizada tan sólo
de pensar
que tienes que decirme un simple hola.
que la última vez que supiste que yo iba
a estar
en aquella exposición de un común amigo,
por poco si no te cortas una mano
para poder presentar como excusa
certificado de Urgencias.
Porque si no lo haces, si continúas
haciendo gestos inequívocamente equívocos
como rascarte la nariz o recogerte el
pelo,
llamar a un taxi, encender un cigarro o
decir
buenos días,
yo seguiré convencido de que aún tengo
algo que hacer,
que no todo está perdido y que de tu
nariz
rascada hasta tu boca no queda más que un
paso.
©Santiago Pérez Merlo
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