Frenética inspiración


Hay días que parece que un poema no basta,
que tendrías que escribir un libro entero
para que no te estalle la cabeza,
para que no te explote dentro el maremoto
de ideas, de sensaciones, de palabras encendidas.

Es como coger un coche hacia ninguna parte.
O mejor: es de noche y viajas hacia el bar
en el que sabes que está la chica de tus sueños,
al menos de tu sueño de esta noche, y cuando llegas
la descubres en los brazos de otro y sólo queda
volver al coche y conducir. Y conducir de vuelta.
Ahora tienes más claro dónde vas
y sobre todo tienes claro desde dónde vuelves.
Pero no puedes evitar disfrutar del viaje,
notar cómo hierve la sangre (o las ideas)
Y ves pasar las rayas de la carretera
y ves pasar las líneas de la computadora
y te ves a ti mismo fluir, e ir y venir, volverte hacia
y desde ningún lado.

Y escribir, escribir, escribir hasta la náusea
y sin aliento porque sientes que debes vomitarlo todo
aunque no tenga orden ni signifique nada
lo que estás escribiendo.
Como un maldito poeta borracho
o viceversa:
tú sólo tienes que mantener la boca abierta,
impedir que se paren los dedos y dejar
que salgan en torrente
el desconsuelo, la felicidad, la angustia,
el recuerdo del primer amor y del último polvo,
la desesperación, la libertad, la pena,
el disfrute de saberte solo y de saber
que puedes no cenar y dejar encendida la luz
hasta las tantas, hasta la hora que haga falta mientras
que las palabras sigan martilleando en tu cabeza.
Y quieran seguir saliendo
y se mezclen reproches y alegrías y llantos
y olvidos y recuerdos.
Que de pronto una voz te susurre, por si lo has olvidado,
que una mujer te dijo hace algún tiempo
que no había que hacer caso a las palabras
de una mujer, sino a sus hechos
y que un hombre te dijo que los hechos se olvidan,
que sus palabras quedarán impresas. 


Y que otro hombre dijo que ojalá el día de la fiebre
la inspiración te pille trabajando y da igual
si tu estás conduciendo por una carretera
y es de noche y no puedes frenar
ni dar la vuelta…
Ni seguir adelante. 

©Santiago Pérez Merlo




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