La melena rizada no me quedaba bien
y el
tupé era edificado a base de paciencia y laca,
por lo que mi cadáver jamás hubiera sido
tan bonito como el de Morrison o Dean…
Y además me hice mayor para morir joven.
También quise convertirme en borrachín
legendario como Hemingway o Humphrey
pero vomitaba con el primer whisky,
me causaban espantosas resacas los
daiquiris
y sólo me provoqué cirrosis en el alma.
Por suerte, mi aversión a las agujas,
me libró de buscar la inspiración
en los opiáceos y sus derivados
inyectables…
Y hablando de inspiración, tampoco inhalé
nunca
nada que no fueran vapores de eucalipto.
Cuando quise convertirme en mujeriego
para tener al menos argumentos
procaces como Miller, Casanova o Sade,
descubrí, antes de tiempo,
una eyaculación precoz que desaconsejaba
alardear de conquistas o de amantes.
Me ha quedado, eso sí, el gusto por el
café,
los cigarrillos y la melancolía
fingida de las tardes de otoño…
Aún podría ser algo así como un poeta
romántico, pueril y trasnochado que ve
pasar la vida
tras cristales de gafas empañados de
nostalgia…
casi mejor renunciamos al mito
que bastante tiene uno
con la carga de ser hombre.
©Santiago Pérez Merlo
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