Premeditación

Mataría por saber
qué animales se beben o bebieron
el agua que hay en Marte.
Mataría por saber
qué pasa en realidad por la mente del verdugo
cuando aprieta el garrote.
Mataría por saber
qué genio o qué vivencia convierte en inmortales
a unos pocos poetas.
Mataría por saber
en qué creen, cuando ven que no hay nada,
los creyentes.
Mataría, sobre todo, por saber
qué piensas cuando callas y qué dices a otros de mí...
O de nosotros.
Mataría por saber
qué distancia real nos separa,
cuánto tiempo podré esperar sin verte,
cuál es, en porcentaje,
el espacio que ocupo en tu vida,
cuánto pesa mi ausencia en tu cama vacía.

©Santiago Pérez Merlo

Títulos

Cuando me quede sin palabras solas,
inequívocas y contundentes,
tendría que empezar
a titular con frases
largas y enrevesadas.
O con términos simples,
cotidianos y sólo vagamente
metafóricos.
Así, llamaré cerilla o llamaré Vesubio a los poemas
que hablen de la pasión,
según intensidades.
Y llamaré copo de nieve a tu silencio hostil
agazapado...
Gastados ya los sueños
y sus insomnios
tendré que recurrir a la almohada o al colchón,
al edredón o al cubrecamas
para hablar de las noches que te echo de menos.
Gastados el amor y los reflejos,
las pesadillas, las tardes, las palabras
para Aitana,
tendré que recurrir al beso, a los espejos,
a huidas sin sentido y a mañanas de lunes...
Pero no puedo quedarme sin palabras.
Podría llamar coche, tren, avión o barco
a todos los poemas de viajes
y refugio, casa, sofá, manta o chimenea
a los que hablen de quedarse en casa.

O podría titularlos todos
con tu nombre
y así no harían falta más palabras.

©Santiago Pérez Merlo




Memoria

He aprendido, aunque lleva algunos años,
a educar a la memoria y convertirla 
en compañera.
No me refiero, claro, al don de dominar
o reinventar recuerdos: ellos vienen y van
a su antojo,
pasean y se esconden y aparecen
cuando menos los esperas.  O en los sueños
y es entonces
cuando es imposible aletargarlos.

He aprendido, sin embargo,
a educar y prever 
la memoria futura.
Y me basta recurrir en el presente
a la amable memoria del pasado.
Es ella quien me dice, por ejemplo,
“¿recuerdas aquel día que creíste morir
de dolor? ¿Las semanas eternas acostado
en la cama de aquel hospital?
¿Las recuerdas? Míralas,
yo te las traigo.
¿Y recuerdas aquel otro día
cuando sólo podías pensar
cuándo y cómo se acabará “esto”
(poco importa ahora lo que fuera)?
Míralo, mira ese día.”

Y ella tiene razón. Ya no son nada.
Las infinitas horas de agonía,
de tedio, de desolación, de hastío…
son sólo por que las dejamos ser.
Si fuéramos capaces (yo lo intento)
de mirarlas al paso de los años,
de los días incluso,
se volverían efímeras y leves,
apenas el instante que ahora malgastamos.

Lo penoso, lo triste,
es que sucede igual
con las horas felices.
Echar la vista atrás
y que el recuerdo
de ayer
o de anteayer,
o de hace una semana
se nos antoje un vuelo,
un suspiro que se fue y que nos deja
tan sólo una pregunta
¿por qué no lo hicimos
eterno?

©Santiago Pérez Merlo

Accidentes

Sucede que a veces la vida
Fotograma de la película "In and Out"
("Del revés"): Alegría y Tristeza)
nos pone un camión
o un árbol
delante del parabrisas
y adiós, hasta aquí llegué,
y a cambiar nuestro coche
por el de Caronte,
que sólo tiene nafta
para el viaje de ida.
Sucede que a veces la vida
estrella en una cumbre
el primer avión que cogimos
o hace naufragar el crucero
que tanto anhelamos hacer.

Los llamamos accidentes y olvidamos
que otras veces sucede que la vida
nos pone un pueblecito encantador
al borde del camino,
nuestra canción favorita suena
en lo más desesperante del atasco
o la máquina del hospital
nos regala dos chocolatinas.
Sucede que la vida nos obsequia
un billete de avión, un pasaje de barco
que sí tienen camino de vuelta,
o un beso inesperado...
Y lo llamamos sorpresa.

Y nos sorprende la vida con sus accidentes
("suceso eventual que altera
el orden regular de las cosas"),
nos "coge desprevenidos"
(esto es "sorprender")
como un desayuno en la cama a medianoche...

Pero quizá suceda que, en el fondo,
las vidas de verdad,
las que merecen tal nombre,
son sólo "a veces" sucesivos
(con lo bueno y con lo malo)
que nos empeñamos en interrumpir
con estúpidas rutinas, prevenidos
y regulados siempre como estamos.


©Santiago Pérez Merlo

Vestuario

Me gustan más los vaqueros gastados
y las botas ajadas de piel
que los tacones imposibles
y el vestido de seda…
Me da igual el protocolo.
La camiseta vieja de algodón,
la que te queda grande,
te hace cien veces más guapa
que esa blusa de diseño…
Me da igual lo que pida la ocasión.
Y para dormir no vengas
con encajes ni organdís:
se qué prefieres con mucho
Marilyn Monroe
el pijama gordito con el oso
de peluche glotón en la pechera.
Me dan igual aquí
también las convenciones.
No soy fetichista ni me tengo
por experto en lencería,
así que haz lo que quieras
al respecto,
pero no necesitas excitarme...
Has de saber que lleves lo que lleves
no hay tela ni patrón
ni desfile de moda ni diseño
que pueda compararse
al supremo placer de desvestirte.

©Santiago Pérez Merlo

Desorden

Lo sé. Me lo habías advertido.
Ya sabía que no te gustan los planes,
que no te gusta cocinar o recoger la casa,
mucho menos los domingos.
Sabía que te dan alergia las bibliotecas
perfectamente ordenadas y que adoras
ver rodar sin capucha ese boli viejo
olvidado entre papeles.
No tiene importancia.
A mí me encanta encontrar el libro
tumbado y fuera de su sitio
e intento adivinar, encontrar la huella de
qué habrás leído. Y me encanta
encontrar con las marcas de tus dientes
la capucha del boli en la rendija del sofá.

Lo que no estaba pactado ni comprometido

es que aparecieras justo ahora
para desordenarme a mí por dentro
y dejarme olvidado, sin capucha,
a la intemperie...
Como un boli sin tinta
entre las páginas de ese libro
sin leer y abierto.

©Santiago Pérez Merlo

Amante

Tengo claro que soy
mejor amante
por escrito que en la cama
y la duda que me queda
es si hacer el amor
(o follar, fornicar, echar un polvo, haber coyunda...
como quieran decirlo)
se me da mejor en verso
o en prosa poética...
El verso tiene más ritmo pero la prosa
permite mayor detenimiento.

Y además no estoy seguro
de saber encontrar siempre

las palabras e (im)posturas oportunas.

©Santiago Pérez Merlo

Indumentaria

No me importa ponerme
la cazadora de ángel del infierno
para montar en triciclo
y si tengo que vestirme de payaso
me basta una nariz roja
para arrancarle una sonrisa a un niño.
No utilizo aletas, gafas ni botellas
para pasear por la Gran Vía
y no me visto de almirante
ni para comulgar ni para navegar
en tus fluidos
(no navego, por otra parte,
en barcos más grandes
que los que se hacen con una servilleta
de papel de los bares).
No me pongo sombrero para dormir con nadie
porque no se sacar, en la cama,
flores de la chistera.
La ropa deportiva y los monos de trabajo
me producen alergia en las mismas proporciones...

Pero sobre todo, no me pidas nunca
que me ponga mocasines
(menos aún sin calcetines)
ni que me disfrace
de dandy o de ejecutivo:
más fácil que una corbata
es ponerme un embudo en la cabeza.
No esperes que me desnude
para tener la ocasión de rechazarme
ni a que me vista de chaqué
para llevarme a los altares.

©Santiago Pérez Merlo

Dormida

Dónde estarás en la hora del sueño,
habitando qué nubes o qué casas
fantásticas de paredes rojas,
navegando qué mares a bordo de qué barcos amarillos,
alimentando a qué especies animales
o mitológicas o volando en qué aves inventadas.

¿O estarás -ahora que lo pienso-,
después de la primera hora, en fase REM,
en el momento del sueño lascivo,
de la lujuria y el sexo improvisado
con el desconocido que hoy te cruzaste 
en la panadería y que ahora vuelve?

Y si estás soñando simplemente que duermes... 
¿en qué cama?.

©Santiago Pérez Merlo

"El sueño", Salvador Dalí



Crono

Se ha cantado hasta la saciedad
a la fugacidad del tiempo y a lo inexorable
de su transcurrir;
a la velocidad con que nos acercamos a la muerte,
a lo efímero de la juventud
y a las horas que vuelan
cual pájaros de mal agüero hacia el averno.
Han malgastado pensadores y poetas
miles de esas mismas horas que anhelaban retener
en tratar de encauzar
las vidas que son los ríos
que van al mar que es el morir.
Guerreros, reyes y conquistadores
buscaron la fuente
de la eterna juventud
(o lo que es lo mismo:
de la vida eterna)
y  hechiceros, imanes y sacerdotes
se empeñan en vendernos una vida mejor
(y eterna, por supuesto)
después de esta,
que, por otra parte,
se acaba en un suspiro...

Está claro que no te conocieron.
Ninguno tuvo que ver
con qué desesperante lentitud
pasan los días, las horas
que aún faltan para verte.

©Santiago Pérez Merlo