que ya no hay vuelta atrás,
que esta ha sido
la última noche y ahí se queda
más de un tercio de tu vida.
No sientes alegría
porque no es un infierno lo que dejas y no es
nostalgia ni puedes
asegurar que sea tristeza.
Pero encierras,
con el cuarto chasquido del cerrojo,
tus últimos veinte años: veinte años
de risas infantiles (y no tanto), de ladridos,
de insomnios masticados y
alguna que otra -claro- noche de placer.
Atrás queda todo aquello que no cabe
en un camión de mudanza:
momentos de los que ya
no hay tampoco ni rastro de memoria
y abandonas allí,
flotando como fantasmas o adheridos
a los cercos y los clavos donde hace poco
-apenas una mañana- hubo vida.
Dentro se oye el eco y hace frío.
Sales al día gris y piensas
-como un fogonazo, una media sonrisa-:
“Mañana no será lo que dios quiera”.